TODO LO QUE DEPENDA DE UNO MISMO ES POSIBLE
"Que tus labios no firmen cheques que tu culo no pueda pagar"

Relato-Muestra

Relato

Era una noche de tormenta, Crom estaba furioso y hacía retumbar la tierra con sus puños, su ira hacía restallar el aire en tenebrosos relámpagos, sus rugidos resonaban en el aire como huracanes. Las gentes estaban en el interior de sus hogares, la aldea era un lago de quietud y silencio, tenues luces iluminaban los interiores mientras que los guardias resistían estoicamente el azote de los elementos.


La madera crujía mientras el viento la golpeaba y el agua surcaba y lamía voraz su superficie, resbalando y cayendo a una tierra empapada. En el interior de una de las cabañas, una mujer sufría agónicamente mientras intentaba traer a este mundo una nueva vida.


Estaban siendo ya varias y largas horas batallando en el proceso, la matrona sudaba copiosamente y el rostro de la mujer estaba pálido, el marido se había marchado a la taberna con el hijo mayor, la matrona apretaba los dientes, sabía que la muchacha no resistiría mucho más, esperaba al menos poder salvar a la criaturita.


Los gritos de dolor de la mujer llenaban la estancia, cada vez más débiles, luchando contrareloj la matrona pudo al fin sacar a la nueva vida del vientre de la madre, tras examinarla vio a una niña fuerte y sana, una vida nueva nacía, otra se extinguía, tras mirar a la niña sonriente, exhausta, la chispa de la vida abandonó a la mujer que dejó los brazos laxos ya muerta. Crom miraba, insufló fuerza en la niña y dejó de mirar. La matrona miró a la pequeña y a la madre fallecida, entonces supo que hacer y comenzó a realizar un tatuaje en la pequeña que sólo había llorado una única vez, fuerte, sonoramente y luego se quedó en silencio.



El viento soplaba acariciando los largos cabellos de la joven, había pasado ya algunos años, bastantes, de nuevo, la muerte había acudido alrededor suya, aunque estaba ya acostumbrada pues la aldea era atacada con cierta frecuencia. Un grupo de vanires habían estado acosando la aldea, atacando de vez en cuando, en uno de los ataques uno de ellos consiguió saltar la empalizada y perderse entre las cabañas. Encontró a Ikhara, que era como se llamaba la joven, ella estaba entrenando, a solas, destrozando un tronco reseco que usaba de muñeco.


Una sonrisa lasciva se asomó al rostro joven y descuidado del vanir. El acero ensangrentado relució en su mano tenuemente, sus pies cubiertos de pieles comenzaron a dar pasos seguros hacía la joven. Esta, le escuchó y se giró, fiera belleza indómita, una buena hija de Crom, una buena cimmeria, fuerte, aguerrida, miró con dureza al hombre que se acercaba, la liviana espada en su mano se alzó, interponiendose entre el vanir y ella. Aquél gesto arrancó una risa del guerrero, confiado en su fuerza y habilidades frente a aquella mocosa.


Vanir-"Ymir me sonrie, me voy a divertir mucho contigo pequeña"


No hubo respuesta de parte de la joven, desplazó ligeramente su peso, separando un poco las piernas, dejando un leve surco en el suelo, preparandose, sin dejar de mirar a su adversario y usando sus oídos para estar atenta a los alrededores, no confiaba en que pudiera simplemente estar solo. El otro, alzó su pesada hoja, zumbando en el aire, amenazadora, dejandola unos instantes mientras sonreía triunfal, dió un paso y descargó la hoja con fuerza, impulsando su cuerpo en el proceso.


Como un rayo, dejando atrás unos trozos de tierra saltando, la joven rodó por el suelo avanzando en diagonal, su pelo revuelto, los dientes apretados impulsó la hoja de su espada mientras el vanir mostraba un rostro congelado de sorpresa y horror, cuando la hoja acerada de la espada de la joven traspasó las telas por un hueco en las piezas de cuero del guerrero, atravesó la carne, mordiendola, alcanzando los órganos internos, perforado el pulmón.


El cuerpo se contrajo, hacía atrás tirando de la espada, que la soltó la joven para no verse arrastrada, el otro había dejado caer su arma, en una muerte agónica, intentando respirar, encharcados sus pulmones. Mientras, la joven lo observaba todo fijamente, a cierta distancia, hasta que finalmente se desplomó interte el vanir en el suelo, desplazando algo de tierra y nieve. Ikhara se acercó despacio, tanteó la empuñadura, escupió al cadaver y respirando hondo tiró con fuerza de la hoja sacandola lentamente mientras la sangre manaba intensamente.


Una vez la tuvo recuperada en sus manos, con las mandículas apretadas, caminó dandole la espalda al vanir muerto, se apoyó en el tronco, miró al cielo y gritó.


-"Por tí madre, ¡muerte al vanir!"


Acto seguido, vomitó el desayuno entre espasmos y temblores, ligeramente pálida. Se secó la comisura de los labios con el dorso de la mano y cubrió con tierra los restos expulsados de su desayuno desparramados en el suelo. Al girarse vió como llegaban algunos guerreros, al frente, su padre. No dijo nada, no hizo nada, sólo la miró un instante y luego al vanir muerto,luego se marchó junto al resto de guerreros dejandola a solas. Ikhara miró cómo se marchaban con gesto serio, ojos acerados, duros, los cerró un momento cuando un soplo de aire acarició su hermoso rostro, suavizando su gesto, sonrió, creyó sentir la caricia de su madre.

-"Padre ha muerto" comentó mi hermano, un guerrero cimmerio ya hecho y derecho, aunque le faltaba todavía un largo camino para dominar el arte de las armas.


-"Lo sé.." Fue mi breve respuesta, en un semblante serio, no había demasiadas risas entre el pueblo cimmerio, la vida era dura, pocos motivos para sonreir.


Observaba cómo lo transportaban en una parihuela, alzada hasta los hombros, había sido un excelente guerrero, el cacique le había otorgado honores a su muerte. Esta había sido digna de cantos y leyendas,en muchas noches se contaría al calor de las hogueras por la noche y alguna cerveza en las encallecidas manos curtidas por las duras batallas.


-"¿Dónde está la espada?"- pregunté mientras terminaban de sellar el túmulo de la familia en el santuario de los muertos que era el lugar de enterramiento y descanso, aunque otros se empeñaran en llamarlo campo de los muertos.


-"Se perdió en la batalla, sólo pudieron recuperar el cuerpo de padre"- Raughar, con la cabeza gacha por la vergüenza, ocultando su rostro con los cabellos negros como las plumas de un cuervo, me comunicaba la humillación al honor familiar. Una reliquia que había pasado de generación en generación durante muchísimos años, el simbolo y sello de nuestra familia.


Le miré, mientras nos dejaban a solas, él entendió nada más mirarme, observando la furia de fuego gélido que ardía en mis ojos, la rabia contenida dentro de mis venas, los puños apretados, la mandíbula marcada por la tensión, la respiración agitando mi pecho, haciendolo subir lentamente pero con fuerza.


-"No, no irás..."


-"Alguien tiene que ir, es nuestro honor..."- le interrumpí


-"Padre no pudo...,yo debo ocupar su lugar..."


-"¿Si, con que espada, con qué derecho? Padre no tuvo tiempo de designar a su heredero"


Volví a interrumpirle, el fuego que ardía en mi interior, la vergüenza de verme con las manos atadas, y las intenciones que veía ocultas en las miradas de mis familiares cercanos. No, no me quedaría quieta ni me casaría como una dócil y buenaparanada doncella aquilonia. Crom me había dado coraje y mucha fuerza, no la desperdiciaría ni le insultaria de esa forma.
Ahí le dí fuerte en su punto débil, porque la furia acudió a su normalmente tranquilos ojos.


-"Ya veo"-dije yo-"haremos como dicta la tradición, lucharemos"


Despidiendonos de padre, nos encaminamos en silencio por entre las colinas que formaban los silenciosos túmulos, el verdor que todo lo inhundaba, dejando las ligeras brumas y el suave mecer de la corta hierba a nuestras espaldas. Había una colina cerca de la aldea, subimos hasta allí, nadie nos acompañaba, no deseabamos tampoco presencia alguna.


Allí estabamos, ambos, con nuestras armas y armaduras, nuestros pies aplastando la verde hierba, con algunos trozos de nieve dispersos, anuncio de un invierno que acechaba en el horizonte cual lobo de las estepas. Ambos, decididos, empuñando nuestros aceros desnudos, no habría tregua ni cuartel,buscariamos no herir ni matar, pero eso no le restaría brutalidad al combate. Observandonos, fijamente, esperando un movimiento, algo...,entonces, en la lejanía un trueno, un relampago descargó iluminando tenuemente las hojas de nuestras armas y todo se desató...


Mietras mi hermano pateaba un montículo de hierba y rumiaba furioso, yo descendía con una torva sonrisa, nadie sabría lo ocurrido allí, nadie ni nunca. Tenía que preparar un viaje, tenía una espada que recuperar, no cualquier espada, sino la espada que era reliquia familiar, mi hermano la necesitaria para empuñarla y poder así reclamar el lugar junto al cacique que nos pertenecía por derecho...


La lluvia era persistente, siempre en las duras montañas cimmerias era así, una lucha constante de los elementos, la naturaleza y el hombre que se enfrentaba a todo con coraje o era barrido como una simple hoja caída. Ikhara llevaba ya tres días esperando, desde un refugio improvisado, aprendido desde pequeña por los cazadores de su poblado, estaba realizado a base de materiales encontrados en el suelo, huesos, piedra, restos de armas y armaduras, hojas, hierba y musgo.


Sus ojos acerados observaban atentamente a las cinco figuras que estaban sentadas en torno a la improvisada hoguera, charlaban animadamente, bromeando sin tapujos, no estaba lo suficientemente cerca como para oír bien lo que comentaban, tampoco sentía ganas de escucharles demasiado en sus obscenidades. Le ardía la sangre, su espada pedía muerte a gritos, sólo su gran fuerza de voluntad, aprendida a base de duros golpes, le hacía salir corriendo gritando desafíos.


Volvió a la realidad, parpadeando unos momentos, no podía permitirse distraerse un sólo instante. Uno de los vanires se incorporó lentamente, con sus harapos, pieles ensuciadas por la intemperie, restos de comida y otras sustancias que ni siquiera se dignó en reparar a veces era mejor ignorar según que cosas. Pesadamente, con torpeza y balanceándose de un lado a otro, se fue separando del grupo, entre bromas, tomando a ese vanir como objeto de sus puyas.


Era el momento adecuado, lo tenía previsto, en cuanto ese vanir se iba a vaciar la vejiga, el jefe se metía en su tienda. Esta no era excesivamente grande, en forma de triangulo y baja, para poder así resistir mejor los envites de los fríos vientos. Dos se quedarían de guardia, uno cerca de la hoguera y el otro dando paseos esporádicos. Sus sugerentes y carnosos labios no pudieron evitar expresar una sonrisa sádica y llena de anticipación por la sangre que pensaba derramar.


Con unos suaves crujidos al pisar restos de nieve dispersa, hojas secas y gravilla, le indicaba a Ikhara, que el vanir ya había llegado hasta su destino. Lentamente, cual pantera de las barachanas, agazapada, los ojos ardientes, los músculos tensos, fue colocando un pie detrás de otro, la hoja de su espada, ahumada para evitar reflejos, apuntaba hacía atrás. Moviendo la cabeza rápidamente hacía el campamento para comprobar la situación del resto, continuó su camino. Situándose entre unas peladas rocas grisáceas y dos esqueléticos troncos resecos, alcanzó la espalda del vanir.


Como una sombra de muerte, se alzó lentamente en toda su altura, que no era poca, pues igualaba la del vanir, e incluso podría decirse que le superaba un poco. Con cuidado, apoyando con suavidad sus botas de pieles y cuero, los ojos fijos en su presa y los oídos atentos a los alrededores. Inevitablemente, no era un gato, por tanto un ligero ruido de pisadas anunciaba su llegada, pero dado el estado de embriaguez del vanir, sólo se dio cuenta al girarse.


Su rostro se contrajo en una mueca de horror y sorpresa, cuando sintió en sus entrañas el frío acero penetrar, con saña, mientras se asomaba a los crueles e impasibles ojos de Ikhara, vio en ellos su muerte, nada agradable, pero para su fortuna, más rápida que la que sufrirían otros. Usando su fuerza, ganada a base de lucha, entrenamiento y esfuerzo diario, aguantó el peso del vanir, para dejarle caer suavemente en el blando y húmedo suelo.


Su felino rostro se giró rápidamente a los lados, agitando el cabello en una maraña de pelos ondeando al viento. Nada, todo iba bien, por ahora, no era tonta ni confiada, en cualquier momento se podían torcer las cosas. La respiración era agitada, su corazón latía rápidamente por la emoción del momento, la adrelanina corría como un corcel desbocado por sus venas, sus ojos abiertos, mientras se humedecía los labios resecos, contemplando de reojo cómo la carmesí sangre que manaba libremente del cuerpo del vanir muerto regaba la tierra bajo él ya liberada la espada de la mortal herida .


Retrocedió un poco sobre sus pasos y comenzó un nuevo rodeo. Tapando su boca y nariz con un trapo, para evitar en lo posible las nubecillas de vaho que manaban al respirar, cogió con su mano, enguantada en cuerpo y tachones de metal, un puñado de nieve y se lo llevó a la boca, aguantando las punzadas de frío. Como una sombra, una de muerte sangrienta, se deslizó hasta uno de los laterales. Allí, clavó la espada en el suelo, detrás de la roca en la que se apoyaba, en el suelo, quitó las hojas y ramitas que ocultaban su ballesta. La cargó lentamente, apretando los dientes, escuchando un suave click, indicando que estaba lista. Colocó el pivote con cuidado, pronunciando en silencio, moviendo sus labios solamente, un juramento.


Se giró y apoyó con cuidado la ballesta en la roca, afianzando su cuerpo, plantando bien los pies. Siguió con la vista al vanir que hacía la patrulla, el otro, sentado en el suelo. Entrecerró los ojos, faltaba uno, el jefe seguía en la tienda, le podía ver los pies entre los pliegues de tela. Permaneció atenta, vio cómo éste salía de la otra tienda que compartían y se turnaban los que vigilaban, respirando algo más tranquilamente, acercó una piedra a su pie. Sostuvo de nuevo la ballesta, ahora todo iría muy rápidamente.


El vanir caminaba, observando los alrededores con parsimonia, estaban en territorio cimmerio si, pero el ejercito hacía ya tiempo que lo estaba ocupando y los únicos cimmerios que se podían encontrar por allí era los que colgaban de las ramas de algunos árboles o clavados en altas estacas. Aún así Skroger quería que no dejasen descuidada la vigilancia, estaba paranoico el maldito, rezongando, escuchó entonces un click mientras pasaba entre dos troncos muertos con un ligero verdín cubriéndolos, giró la cabeza sorprendido y vio entonces, mientras un agudo silbido sonaba, cómo un pivote se clavaba en su pecho tras recorrer en un suspiro la distancia que le separaba de la ballesta que había salido hasta él. Tosiendo, falto de fuerzas, sintiendo cómo la vida se les escapaba, apoyó una rodilla en tierra agonizante antes de quedar finalmente tumbado en el frío y húmedo suelo.


Por el rabillo del ojo había visto cómo su disparo había acertado bien, cogiendo la piedra con la derecha y la espada con la izquierda, saltó apoyándose con un pie en la roca tras la que se ocultaba, corriendo hacía los dos vanires que se habían incorporado al escuchar el disparo de ballesta. Abriendo las bocas alertados, sus manos yendo a sus respectivas armas, lanzó la piedra al de la derecha, golpeándole torpemente, lo suficiente como para que diera dos pasos hacía atrás y se retrasara en sacar su arma. Al de la izquierda, se dirigió pasándose su espada a la derecha preparando el golpe, el vanir por su parte alzaba su hacha con un gesto furioso en su rostro. En su estado respondía lentamente, de manera torpe, calculando mal, dejó caer el hacha y el aire, mientras sus manos se tapaban el largo tajo en el vientre cayendo a tierra.


La hoja se deslizó limpiamente por el vientre del vanir, saltando la sangre, tornándose rojiza la nieve del suelo. Frenando tras el golpe, flexionó las rodillas para lanzarse contra el siguiente vanir, que alargaba su brazo hacía atrás al acabar de liberar su espada de su vaina. En esa postura, estirado fue cuando el alcanzó la muerte, pues estirando sus brazos empaló de lado a lado con la hoja de su espada al guerrero vanir. Jadeante, por la emoción, la tensión y el esfuerzo, apoyó una bota en el vanir y tiró de su espada, haciendo caer bocaarriba al vanir que acababa de matar.


Se giró, allí estaba, saliendo de la tienda e incorporándose lentamente, con la mirada fría, impasible, su cota de malla oscura, sus pieles colgando, las tiras de cuero amarrando las piezas de piel, metal y cuero. Su larga barba cobriza cayendo sobre su fornido pecho. En sus ojos, profundo odio, Ikhara pudo ver, que no la subestimaba, eso hizo que se irguiera, tomara aire y lo mirara desafiante.


Así quedaron unos momentos, mientras el poco suave viento barría con sus constantes azotes el lugar, agitando cabellos, tela y pieles. Skroger miró lentamente a uno y otro lado, con los ojos, moviendo apenas la cabeza, desde la profundidad oscurecida de su pesado yelmo. Una joven cimmeria había acabado con sus cuatro guerreros, gruñó mostrando unos sucios y amarillentos dientes por un instante del lado izquierdo de su boca. Esa sucia perra cimmeria pagaría con dolor, sufrimiento y agonía el insulto que le había lanzado. Esa cachorra aprendería qué se obtenía cuando te enfrentabas a los vanires.


Dando un par de pasos, lentos, dejando una profunda huella en el suelo, Ikhara vio cómo de pesado era el cuerpo de su adversario. No tenía dudas que no era sólo grasa lo que había bajo la ropa y armadura, era una cabeza más alto que ella, la miraba despreciativamente, evaluándola, se le notaba furioso, ella le respondió con desafió, con gélido odio. Dio un par de pasos como el vanir, había llegado el momento, tan ansiado. Había recorrido larga distancia, pasando hambre y frío, evitando a los vanires, rehuyendo el combate a sabiendas que no era su destino ni el momento una muerte gloriosa en combate. Mostrando a veces ligeramente partes ocultas de su cuerpo para confiar a los lujuriosos vanires, cortándoles la garganta y escupiendo sobre sus cadáveres. No había sido un viaje fácil, pero allí estaba, ella era una hija de Crom, una cimmeria, una guerrera digna, por eso tenía la fuerza suficiente como para haber llegado hasta allí y triunfaría.


Un trueno retumbó en la lejanía, hizo que Ikhara se estremeciera, pero no de miedo sino de orgullo, Crom mismo estaba observando, la instaba a luchar, a alzar su acero y teñirlo de sangre contra el invasor, contra el impío vanir que profanaba su tierra con su sucia presencia. Tensando los músculos de su cuerpo su espada relució un instante al alzarla mientras gritaba una única palabra.


-"Sangreeeeeee!!!..."


El suelo temblaba, el pesado cuerpo del vanir se puso también en movimiento, el de Ikhara ágil y fuerte se movía raudamente, ambas hojas abrieron sus fauces dispuestas a morder la carne, ansiando probar la sangre, se cruzaron un momento, saltando chipas, Ikhara rodó por el suelo, su brazo derecho había sentido la fuerza del impacto, rápidamente se incorporó y cargó de nuevo, las hojas centelleaban, las chispas saltaban sin parar, gruñidos y maldiciones se intercambiaban entre ambos guerreros, moviéndose en el improvisado y particular campo de batalla, de imprevisto, el vanir lanzó su pesado puño impactando en el vientre de Ikhara haciéndola doblarse por el dolor, los ojos humedeciéndose, sintió cómo la enorme manaza del vanir apretaba sus cabellos y tiraba con fuerza de ellos alzándola, obligándola a mirarle, la furia gélida ardía en los ojos de Ikhara mientras el vanir sonreía.


-"No ha estado mal cachorra, pero no eres rival, ahora...¡ahora eres mía!"


Inspirando con furia, con fuerza, sintiendo punzadas de fuerte dolor y puntitos de luz en los ojos, Ikhara alzó con esfuerzo su espada hacía arriba, encajando la hoja en la garganta del vanir y atravesando el cráneo con un chasquido desagradable. Agotada, sin apenas fuerzas ya por los esfuerzos y carencias sufridos, se dejó caer sentada al suelo, jadeante, observando cómo el vanir finalmente caía, su espada aún incrustada.


Una nueva figura salió de entre las sombras, una sonrisa en sus labios, enfundado en una pesada, elaborada y detallada armadura, haciendo crujir el suelo con sus metálicas botas, portaba una capa oscura que caía suavemente a los lados, ondeando al son de su lento caminar. Su yelmo, intrincado con diversos motivos, sólo dejaba ver por entre dos rendijas, dos ojos llenos de dureza, crueldad y divertidos por lo que veía. Su voz, resonando metálica al salir del yelmo llenó el aire.


-"Muy bien hecho pequeña, has pasado la prueba, has sido elegida. Recoge tu trofeo por derecho ganado. Vuelve con los tuyos, luego vendrás a mí, yo forjaré tu cuerpo y alma, entrarás en la orden, no hay marcha atrás, lo sabes, serás una templaria oscura..."


Tras esas palabras, sacó una espada enfundada en una delicada vaina, la dejó apoyada en la tienda, se giró y comenzó a alejarse, escuchó mientras recuperaba el aliento, un relincho, un suave galopar de un caballo al alejarse. Su cuerpo se estremeció, de alguna forma, en su interior, había brotado una chispa, que ansiaba, pedía, ir tras aquél guerrero oscuro, aprender lo que le ofrecía. Había sentido, la suave e invisible mano de su propio Destino.


Con renovadas fuerzas, se incorporó con no poco esfuerzo, miró a su espada, decidiendo y dejándola ahí, como advertencia. Quien osase entrar por las armas en ese territorio, en su patria, sólo hallaría sangre, muerte y acero para recibirle. Caminando despacio, entró en la tienda del jefe muerto, allí, algo descuidadamente colocada, estaba la espada de su padre, sonrió, recogiéndola con cuidado, la envolvió en pieles, la ató y se la colgó a la espalda. Salió de la tienda y se quedó cerca de la espada que dejara el misterioso caballero, cerró los ojos por un instante, inspiró una única vez y su mano aferró la empuñadura y se la colocó al cinto. Mientras hacía esto, eligiendo su camino, escuchaba como Crom hacía retumbar los cielos con su risa, ella mismo sonrió, era momento de volver a casa, el honor recuperado y emprender un nuevo camino, uno que la cambiaría para siempre...


El ulular del viento, las gélidas caricias de la nieve y el aliento de la montaña, la blancura carmesí de los amaneceres en cimmeria. El humo espeso, ondeante, bailando al son de los caprichos de la brisa. Todo eso había quedado atrás, había viajado hasta el sur, un paraje desconocido, un lugar imponente, que no dejaba indiferente a quien lo contemplaba.


Dejando escapar un suspiro de asombro, los ojos abiertos de par en par, aquella estructura dejaba sin aliento, sin palabras. Tras una llanura, entre colinas y un par de picos de cierta relevancia, oculta, tras un estrecho sendero lleno de ojos vigilantes, con afiladas flechas dispuestas a traspasar a todo aquél que no había sido invitado, pero ella, Ikhara, había sido elegida, un par de meses atrás, tiempo que le había llevado localizar el sitio, siguiendo la estela del misterioso caballero, su pecho subía y bajaba impresionada por la belleza y majestuosidad de lo que contemplaba.


Una fortaleza, impresionante, toda palabra se quedaba muy lejana, vacía de significado ante lo que tenía delante. Nacida de la misma roca en la que se asentaba, tres altas torres flanqueaban en un triangulo imaginario la pesada y recia mole de piedra del centro, maciza, con gárgolas y estandartes colgando, de oscura piedra, grisácea, envejecida por incontables eones desde que fue construida por manos ya desaparecidas. Recias almenas, con matacanes y entre dos rocas salientes, como dos menhires, una sólida puerta que parecía fundirse con su entorno, negra como la noche sin luna, con un ligero brillo de estrellas, tallada en su superficie, a un lado un yelmo, majestuoso, bajo una luna afilada, como una cimitarra, al otro, la cabeza de un lobo bajo un escudo con un libro abierto como emblema, un libro que emanaba poder...


Tragando saliva, tomando toda su resolución, dio comienzo a un camino del que no había marcha atrás, decidida, sus pasos dejaron huellas que rápidamente el viento borró lamiéndolas, devorándolas, allí nada permanecía igual dos instantes seguidos, nada excepto la fortaleza, incluso sus guardianes, impasibles, cambiaban cada tiempo...


Fue acercándose, sintiéndose minúscula, apenas una mota, un grano de arena, sus botas resonaron ligeramente contra la fría y dura piedra de una pequeña escalinata que llevaba hasta las mismas puertas. Ni siquiera pestañeó, ni siquiera alzó un dedo, sabían que estaba allí, sí, lo sabían y abrieron las puertas, unas enormes fauces que devoraban hasta la misma luz. Dentro, allí en su interior, oscuridad, una necesaria, una que sacrificaba tantas cosas pero que daba mucho más.


Entró, sin dudar, sabiendo que era lo que debía hacer, que ese era su camino. Allí estaba, con una larga melena, sus cabellos cayendo sobre sus hombros, su elaborado yelmo bajo su brazo, finos ropajes, de seda, se entreveían en los huecos de su exquisita armadura. Sus ojos, profundos, dos pozos de tinieblas y poder, de sabiduría llenos, calmados como dos estanques de una profundidad insondable, unos labios esbozando una ligera sonrisa, invitadores, amables y regios, un rostro cincelado, estoico. Ikhara avanzó, ante nadie se había inclinado, su voluntad así de indomable, pero estaba ante su maestro, ante su guía, y la fiera que llevaba dentro sabía que el líder de la manada estaba delante suya, así, inclinó la cabeza en señal de respeto, nunca de sumisión, incluso ante él, antes de eso, moriría con su acero en la mano.


Un leve gesto de la mano y los guardias que estaban a la vista se marcharon, en un amplio salón, de mármol pulido su suelo, finas columnas que se alzaban hasta un techo abovedado, sumido entre penumbras, tapices de colores oscuros con emblemas diversos colgaban inertes a los lados, tapando los muros tallados. Se giró y la condujo por sus interiores, bajando por unas escaleras estrechas, de caracol, al nivel inferior, más oscuro, apenas iluminado por antorchas que proyectaban alargadas sombras y correspondían con sus formas a los ecos que las pisadas producían por los largos pasillos de piedra tallada. Puertas de madera se sucedían unas tras otras, en una de ellas un símbolo, en metal, puesto recientemente.


-"Bienvenida a tu hogar, esos son tus aposentos a partir de ahora, yo mismo te enseñaré. Descansa, esta noche te veré, empezaremos tu entrenamiento, pronto serás una digna templaria oscura. Presiento que llegarás lejos"


Sin más, se golpeó suavemente el pecho con su puño y se marchó, perdiéndose entre los pasillos y sus sombras, dejando el silencio como única compañía. Miró la puerta, no había cerradura, un picaporte de metal, alargó la mano y sintió su frío contacto, la puerta se abrió revelando una estancia rectangular, espartana, una jofaina sobre una mesa, una cama de aspecto cómodo, un perchero para armadura y un gran baúl. Cerró tras ella y se dispuso a prepararse. La emoción le recorría a flor de piel, y de alguna forma, en su interior, sentía la calidez de estar en el lugar correcto.


Brujería, hechizos, conjuros, es algo que en la misma esencia del alma de un cimmerio está férreamente opuesto a ello, va en contra de todo lo que significa ser un cimmerio. Por ello, es algo que se teme y odia a partes iguales. La respuesta habitual a su presencia es clavarle una espada o hacha repetidamente hasta que deje de moverse. Y a veces, después de eso una patada y miradas de reojo por si acaso.

Pero para un templario oscuro era algo con lo que se había de convivir a cada instante, por eso, el sacrificio y reto para Ikhara eran aún mayores que para sus otros compañeros, se burlaban, los oía, pero también veía sus miradas lascivas y de deseo, furtivas, sus conversaciones sobre lo que pensaban de ella en uno y otro sentido. Por ello, entre diversas razones siendo esas las más importantes, entrenaba a solas, incluso de noche, cuando nadie más estaba de pie. O eso creía ella...


Una sombra andaba en las cercanías, siempre pendiente, dos ojos fijos, acerados, expertos que observaban atentamente sus progresos. Una sonrisa solía aflorar a sus finos labios, expresando una mínima parte de lo que sentía y pensaba. No se dejaba ver, en eso era experto, manejaba los hilos desde las sombras, eran su medio natural, su hogar por decirlo de alguna forma. Pocas veces algo le llamaba la atención pero esta vez la llamada era muy poderosa, había algo en el interior de aquella guerrera que brillaba como un faro en llamas en la oscuridad.


El sudor la cubría por completo, empapándola, sintiendo como las gotas se unían y corrían en pequeños ríos por las curvas de su cuerpo atlético. La espada firmemente sujeta en su mano derecha, el pesado escudo de metal en su izquierda, su contrincante no había perdido jamás un combate, era un muro de acero y poderosos golpes, su defensa inquebrantable, era el amo y señor de aquella fortaleza, el líder de la Orden. Pero a pesar de ello, enseñando los dientes, una ristra de blancas perlas, en una mueca feroz, gruñendo de rabia pura comenzó de nuevo su carga, impulsándose con fuerza para ganar inercia con las piernas, ganando velocidad, dio un breve salto a la izquierda, contrajo los músculos y fintó a la derecha, se agachó e hizo un giro rápido para atacar en oblicuo, pero allí estaba el escudo, esperando su golpe.


Respirando trabajosamente ya, se apartó lentamente, rasgando el sonido del acero contra el acero el espacio de aire que había en la sala. La mirada siempre gélida de su maestro la observó desde su parapeto. Tragando saliva con esfuerzo, Ikhara se irguió en toda su estatura, los brazos ardían, contrayéndose espasmódicamente por el esfuerzo requerido, respiraba muy agitadamente, la vista ligeramente nublada, estaba al límite, nunca se pedía menos.


Parpadeó ante el brillante sol del mediodía, un abrasador calor inundaba todo el lugar, las paredes blancas, encaladas, no hacían nada por remediarlo, era un autentico horno y apenas había entrado en el límite norte de la región. Era su primer encargo como templaria de pleno derecho, el desafortunado mercader estaba escondido creyéndose a salvo de asesinos y mercenarios en busca de su cabeza, iluso. Dejando caer un par de monedas en las manos de un pordiosero, muy observador cuando había relucientes monedas y curiosamente olvidadizo cuando le convenía a él o a otros...


La arena crujía bajo el peso de las metálicas botas, sentía en su cuerpo una gran calor, abrasadora, pero había aprendido a controlar eso, evadiendo ligeramente su mente. Ahí estaba, tras ascender por una duna, clavando una rodilla en tierra para que su figura fuera más difícilmente detectable, observó el campamento. Era un conjunto de tres amplias tiendas de tela, espaciosas y llenas de cojines, bajo la sombra protectora de unas grandes y abundantes palmeras del oasis en la que estaban. Fue contando hasta siete guardias, desplegados cuatro en los alrededores, uno delante de la tienda principal y dos jugando a los dados sobre unos cojines en una alfombra. Había llegado hasta el escondite, no había sido fácil, pero tras romper unos cuantos huesos y repartir algunas monedas en las manos adecuadas había obtenido la información necesaria.



Descendiendo lentamente, haciendo crujir la arena que caía en cascadas consecutivas, hundiéndose paulatinamente en ella y haciendo esfuerzos a intervalos regulares para evitarlo desenterrando las botas de su arenosa prisión. Con la mirada fija en su objetivo, los oídos en los alrededores, esta vez no pudo hacer mucho por no llamar la atención. Los reflejos metálicos de su armadura destellaban intensos a la luz tórrida del día en aquél desierto.


Pronto, los guardias se pusieron alertas, sonriendo torvamente clavó el escudo en la arena, enterrándolo profundamente, luego desplegando su ballesta, la montó detrás, oculta a la vista, intrigados los otros, para salir como un rayo y disparar contra el más cercano que quedó con el rostro congelado en un rictus de sorpresa y horror mientras la vida se le escapaba a borbotones de la mortal herida. Los otros entre chillidos y voces desenvainaron sus armas haciendo cantar a los aceros mientras el sol acariciaba con sus rayos el filo de sus armas. Corriendo tan velozmente como podían, intentaban llegar a tiempo antes que Ikhara recargara la ballesta, con la incertidumbre en sus corazones de si podían llegar a tiempo o una muerte emplumada les esperaba al siguiente paso.


Pero nada de esto sucedió, pues cuando ya casi suspiraban aliviados, el escudo se alzó, al alcanzar su posición y uno de ellos quedó postrado en el suelo intentando atraparse las tripas que se le escapaban por entre los dedos, el resto, ajeno a la suerte de su compañero, ignorándole por completo, continuaban en su pugna. Alzando el escudo o la espada, retenía la mayoría de golpes, los otros los esquivaba dando un paso corto o doblando el cuerpo en una danza bien aprendida y repetida decenas de veces. El acero cantó, la sangre se asomó salvaje al aire caluroso del desierto, regando su sedienta arena, uno tras otro, golpe tras golpe, fueron cayendo, inertes quedaron, tumbados en la arena, para regocijo de los buitres que despacio fueron acudiendo a la llamada.

Empapada en sangre la espada, parte de sus ropas y armadura, algunos rasguños menores y cortes, Ikhara avanzaba hasta su objetivo final, aferrando con firmeza la empuñadura, no se dejó llevar por el ímpetu, muchos habían muerto por creerse seguros para verse luego con una muerte rápida e inesperada. Apartando con la hoja de la espada la tela que cubría y hacía las veces de puerta de la tienda, asomando despacio la cabeza, parpadeó al ver lo que había allí dentro.


En el lujosamente decorado interior de la espaciosa tienda, entre multicolores y cojines, de aspecto mullido, se encontraba el cuerpo degollado, tumbado sobre un charco de su propia sangre, de su objetivo. De pie, limpiando con parsimonia y una sonrisa socarrona, otro templario oscuro, de origen aquilonio, le enseñó su sonrisa perfecta, de blancos dientes, presuntuoso.


-"Llegas tarde, tsk tsk, estás perdiendo facultades, !Oh¡, es verdad, tú nunca tuviste facultades"

La rabia cabalgaba furiosa por sus ardientes venas, pero nada podía hacer, no sin transgredir las reglas de la Orden, aunque su "compañero" lo acabase de hacer matando a su presa, a su encargo. Frunciendo el ceño no se dejó provocar, con un gesto de ira, se giró y dejo caer la lona de la tienda para ir alejándose con pasos fuertes, dejando profundos huecos en la arena a su paso. Entonces, de repente, se quedó quieta, miró hacia atrás y a los otros dos templarios que salían de detrás de la duna.


-¿Emboscada, traición..?- pensó de inmediato, alerta.


Terminó de girarse de nuevo hacía su compañero templario, el primero, el aquilonio, de nombre Ignus. Nacido noble, repudiado por su propia familia y sin ningún tipo de escrúpulos, pagado de sí mismo y vanidoso hasta el extremo. No era mal agraciado en formas y rostro, pero su actitud le hacía perder mucho de su encanto. Con todo, había mujeres que caían rendidas a sus pies. Los tres templarios que la rodeaban desenfundaron sus armas sincronizada mente.


Ignus-" No es nada personal, es un encargo, no de la Orden, claro, pero pagan muy generosamente. Te has ganado muchos enemigos, deberías haber sido más amable..."


Sonrió ladeadamente, sabía muy bien a lo que se refería con amable y enemigos, además que estaba muy lejos de decir Ignus la verdad. Sopesó su arma, aquellos no eran rivales comunes, aunque le pesase, tendría que tener cuidado pues no eran aficionados o mercenarios abotagados.




El primer golpe vino desde atrás, por la izquierda, el resto seguirían muy pronto al primero. Flexionando suavemente las piernas, pasó el peso de su cuerpo, desplazandolo a la derecha, impulsándose dio primero un paso y luego se estiró proyectando su pierna con fuerza, girando hasta impactar dolorosamente en la rodilla de su adversario, la entrepierna estaba descartada pues sabía que usaban coquillas de metal.

Doblándose y maldiciendo mientras cojeaba y veía abortado su ataque, no estaría así por mucho tiempo. Aprovechando la pequeña ventaja y respiro que eso le daba, rodó por la espalda del primero, le empujó contra uno de ellos, chocando ambos, para alzar la espada y parar el duro golpe del segundo. Las chispas saltaron en el acto, los aceros temblaron por el impacto, las miradas aceradas se cruzaron, afiladas como las mismas espadas, una sonrisa se dibujó en el rostro de Ikhara, mientras perdía terreno ante el empuje del otro.


Dejando de hacer fuerza de repente y girando sobre si misma, dejó pasar al otro, estirando el brazo en el proceso, para recogerlo en un golpe oblicuo que sesgó parte del estómago y pulmones, de espaldas, escuchó caer al suelo a su adversario, herido letalmente, ya no se levantaría. Ahora, observaba con expresión seria a los otros dos, ya repuestos y que avanzaban con furia desatada, sus rostros contraídos en muecas de odio intenso, las espadas alzadas, agitando la arena a su alrededor mientras avanzaban.


Comenzaron a golpear simultaneamente, a una velocidad endiablada, alzando el escudo y la espada, retrocediendo unos pasos a veces, apenas podía contener el aluvión de golpes que se le venía encima. El tiempo jugaba en su contra, no duraría eternamente así, algún hueco encontraría y entonces, ese, sería su fin. El escudo temblaba, los brazos le dolían y pesaban, el aliento se le trababa en la misma boca de labios agrietados y resecos, el sudor la empapaba, estaba con una rodilla en tierra, el otro brazo sujetando la espada apoyada en el suelo.


El brazo se alzó, apretó Ikhara los dientes, esperando el golpe, miraba de reojo al otro estirando hacía atrás su arma para asestarle una estocada. El tiempo transcurría lentamente, una gota de sudor recorrió su mejilla, sintió entonces cómo el escudo recibía el impacto, temblaba entero, el brazo estalló en fuego , el hombro gritaba de dolor, dejó caer su cuerpo a un lado, hacía el de la estocada, la punta de la hoja y la rabia de su enemigo, viendo su ataque bloqueado, resonó metálicamente con el golpe. Liberando el maltrecho brazo del abrazo del escudo, se incorporó con piernas ligeramente temblorosas impulsando hacía arriba el brazo del arma, atravesando el cuerpo inclinado del otro, saltando la sangre de repente liberada e impregnando con su carmesí presencia todo a su alrededor.


Quedaron dos, frente a frente, cansados ambos, magullados. Respirando trabajosamente, el renegado templario oscuro escupió al suelo, observando a sus dos compañeros caídos, alimentando con su sangre derramada a las arenas del desierto. Gruñendo de ira, estrechó ambos ojos en meras rendijas.


Ignus-"Esto no acaba aquí, volveremos a encontrarnos"


Ikhara, alzó una ceja observando cómo Ignus retrocedía, lentamente primero y luego algo más deprisa hasta su montura. Ikhara meneó la cabeza, ando hasta su ballesta, cerró los ojos unos instantes, manó la sangre, oscuras energías brotaron y se enroscaron alrededor de su cuerpo, abrió de repente los ojos y sonrió sádicamente, enarboló su ballesta cargándola y susurrando unas palabras al pivote, apuntó y disparó.











El sonido de las monedas, tintineando unas con otras en su entrechocar metálico, era un regalo para los oídos de Ikhara. Acariciando suavemente la superficie plateada de una de las monedas, de los labios carnosos, ligeramente sonrosados, escapó un suave y alargado suspiro ensoñado. La recompensa por el mercader huido había sido sustanciosa. Le daría para viajar y mantenerse sin trabajar durante una temporada, a menos que la Orden la reclamase para alguna tarea.


Pero mientras, pensaba disfrutar, su cuerpo desnudo se giró sintiendo la suavidad de la seda deslizándose por su piel, aquellas sábanas eran todo un lujo, un capricho que no deslucía el momento tan maravilloso que estaba disfrutando. Suspiró de nuevo, la piel se erizó al sentir el contacto de aquellas manos curtidas acariciándola. Su sonrisa se ensanchó y sus ojos se entrecerraron mientras disfrutaba de aquella agradable sensación.


Magbur, ese era el nombre de aquél hombre que había conseguido fascinarla. No era una belleza deslumbrante, su cuerpo no era una masa de músculos, era en cambio fornido, de estructura apretada, una voz grave y unos ojos oscuros profundos, grisáceos, que parecían fríos y duros como el acero y melancólicos como el mar al anochecer bajo la suave lluvia. Le había conocido en su regreso, la caravana en la que viajaba había sido asaltada por bandidos, le vio luchar bravamente, sin gritos de guerra ni aspavientos, eficaz, letal, entregado de una forma que ella sentía igual. Su corazón había latido más despacio durante dos latidos consecutivos para luego hacerlo más deprisa que si estuviera en una batalla.


Habían derrotado con saña a los bandidos, derramando su sangre y esparciendo sus restos por las arenas y piedras de aquella árida zona. El mercader principal, enormemente agradecido por haber salvado una carga muy valiosa, les había regalado una semana de estancia en aquella lujosa y confortable habitación. En el camino hablaron de armas, batallas, vidas y sus ojos se encontraron muchas veces conversando más que lo que hacían sus propias palabras. No la trató ni con condescendencia ni cómo una mujer débil, fue él mismo, como si tratara con otro guerrero que respetase. Ella había hecho igual, el fuego se desató furioso, devorando cada pequeño trozo de ambos, uniéndolos. Decidieron al llegar que una habitación era más que suficiente para ambos.


Y allí estaba, despojada de armas y armadura, su piel al descubierto, que él ahora recorría con sus labios, humedeciendo la piel con su lengua, arrancándole a ella suaves gemidos, resecando su garganta y boca, su cuerpo ansiando más. Impaciente, sus fuertes, finas y alargadas manos recorrieron su pelo, negro, intenso como la noche, enredándose en ellos, para acariciar aquella cara, ligeramente angulosa, fuerte, él la miró, con el fuego ardiendo en sus ojos, sonrió ligeramente, ella le respondió con igual sonrisa.


-"Sigue.."- susurró Ikhara, sensualmente, apenas una vibración en el aire.


Sonriendo pícaramente, Magbur se deslizó bajando lentamente hacía la entrepierna, colocando su cabeza y sus labios, su lengua, entre sus dos firmes y atléticos muslos, masajeando con sus fuertes y ásperas manos la piel de sus piernas, haciéndole sentir con sus caricias, oleadas de cálido placer que ascendía desde su bajo vientre, escapando por sus labios como gemidos y jadeos.


Tras un rato de agradable agonía, sintiendo su lengua y labios darle placer, sus manos recorrieron sus muslos, para ir ascendiendo lentamente, masajeando suavemente su cuerpo, su piel, hasta sus bien proporcionados senos, apretándolos ligeramente con sus dedos, jugando estos con ellos, recorriéndolos, para ir él ascendiendo lentamente, alargando el tan ansiado momento, que ella y él deseaban con intensidad, casi sin poder resistirse pero que hacía más dulce el instante. Sintió su peso sobre ella, sus labios se encontraron, ardiendo, deseándose, recibiéndola a él en su cálido y húmedo interior, rodeándole con sus piernas, moviéndose a un ritmo continuo y rítmico, oleadas de placer que llenaron la estancia de gemidos y palabras susurradas al oído, palabras íntimas, cargadas de placer y deseo. La noche fue testigo de la entrega mutua de aquellos dos amantes..., el amanecer les encontró abrazados, desnudos, sonrientes.


Una daga reluciente, teñida del carmesí de la mañana, acechaba, esperando su momento, como la guadaña de la muerte, oscilando sobre su presa, incierto el instante del golpe fatal...

4 Críticas constructivas:

Phidas dijo...

Lo siento, no he podido pasar del sexto parrafo... ufff...

Hida McGwalch dijo...

¿Uff...? ¿Podrías dar alguna explicación más extensa?

lind dijo...

Es un comienzo pero para mi el principal problema que le veo es que es muy "lento" de leer, hay muchas descripciones y se hace pesada la lectura, ademas la utilizacion de ciertos adjetivos desvirtua el texto (criaturita), y deberias tener cuidado de no repetir palabras en frases consecutivas, usa sinonimos.

Por otro lado mis felicitaciones por tu esfuerzo, y que estas criticas no empañen tu animo de seguir trabajando, has emprendido una tarea ardua pero seguro que lo consigues si perseveras.

Phidas dijo...

El problema que veo es que recargas demasiado las descripciones, por eso es pesado de leer.

¿¿Podrías probar a hacer entregas más cortas?? Yo creo que sería mas fácil de leer.